sábado, 19 de junio de 2010

De luto los humillados del mundo

                                                José y Pilar
                                                                                            (Foto Paco Sánchez)








       




Carlos Monsiváis con Miau Tsé Tung



   Parte 1 de 2


Dos grandes escritores murieron la semana pasada: el lusitano José Saramago, y el mexicano Carlos Monsiváis. Doblemente grandes, me explico: grandes por su obra excelsa, y también por su actitud solidaria ante las causas de los pobres y humillados del mundo.
José Saramago (Santarém, Portugal, 16 de noviembre de 1922 - Isla Lanzarote, Las Palmas, España, 18 de junio de 2010), de familia muy pobre, abandonó sus estudios por lo cual trabajó de obrero, administrativo, periodista, entre otros dignos oficios. Fue lector voraz, autodidacta; su afición por la lectura le llevó a leer casi todos los libros de la biblioteca de su pueblo.
Ateo declarado, comunista clandestino, fervoroso luchador por las mejores causas, puso al servicio de la literatura su imaginación, y al servicio de los humillados su palabra punzante, solidaria y crítica.
Entre sus obras destacan: El año de la muerte de Ricardo Reis (1984); El evangelio según Jesucristo (1991); Ensayo sobre la ceguera (1995); Todos los nombres (1997); La caverna (2000); Ensayo sobre la lucidez (2004); Las intermitencias de la muerte (2005); El viaje de elefante (2008); entre muchas otras. En su obra, de gran imaginación, describe con ironía los sucesos que viven los personajes, y desliza la crítica pura, pulcra, y no como fin en sí misma, sino como realismo en la magia de la vida humana.
El último tramo de su vida fue una real novela amorosa con la periodista española Pilar Del Río, su segunda esposa con quien se casó cuando él tenía 64 años. Se dice que Saramago detuvo el tiempo por el amor, y que muchos objetos de su casa en la Isla de Lanzarote, donde residió apartado de la fama y del bullicio citadino, recuerdan la fecha cuando conoció a su Pilar.
Cuando obtuvo el premio Nobel en 1998 los jerarcas católicos refunfuñaron; para ellos no era posible que un ateo declarado, agnóstico actuante, recibiera el más grande galardón a la literatura.
En memorable discurso cuando recibió dicho premio hilvanó la historia de su origen, sus abuelos analfabetas, las limitaciones áridas y punzantes de la pobreza, la mirada al cielo bajo  la higuera, desde donde alcanzó a ver que se escondía una estrella, el encuentro con las palabras y su arribo a la literatura.
Dos imágenes de su solidaridad: cuenta Elena Poniatowska, en un emotivo texto, que Saramago rechazó en 1996 un Doctorado Honoris Causa que pretendía otorgarle la Universidad de Pará, Brasil, cuando se enteró que esa región era gobernada por Almir Gabriel, quien había ordenado una matanza de 19 militantes de Campesinos sin Tierra.
Cita también Elena que a propósito de los indios chiapanecos, dijo José Saramago en San Cristóbal de las Casas: “Si la voz de un escritor les sirve para algo, mi voz es vuestra voz. Seguiré hasta el final de mi vida con la conciencia de que mi voz no es sólo mi voz, porque creo que por la boca de cada uno de nosotros está hablando la humanidad entera (...)”.
Que no descanse José Saramago, que nos siga iluminando con sus palabras y su ejemplo de lucha contra los que humillan y denigran a los hombres. 

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